La adolescencia es una época de cambios vertiginosos en el cuerpo, en la forma de pensar, de concebir, de representarse ante el mundo, ante las relaciones con los demás, y que tiene efectos en todas las actividades que se derivan de estos cambios. Los adolescentes exhiben una peculiar forma de comportamiento que tiene la «virtud» de exasperar a los adultos; particularmente a los que tienen autoridad sobre ellos, como son los padres, maestros, directivos, etc.

Para un mejor entendimiento entre los jóvenes y los adultos, es importante una compresión de la psicología de la adolescencia, para poder explicarse a qué obedecen sus reacciones, qué circunstancias están modelando su pensamiento y su carácter, el por qué hacen y dejan de hacer de manera contraria lo que los adultos decretamos.

En primer lugar hay que señalar que este período posee características universales, que son matizadas por la cultura, el entorno socioeconómico, el tipo de familia, etc. Estas características obedecen a las situaciones que el adolescente tiene que resolver en este período de transición en el que tendrá que dejar de ser niño – con el proceso de duelo que esto implica-, para convertirse en adulto.

Muchas de las actitudes y reacciones que exhibe, y que llegan a constituir algo que Knobel (1992) llama «patología normal», no son más que consecuencia de los conflictos propios de la delicada tarea de aprender a ser adulto y abandonar los «privilegios» de depender de los otros, la «comodidad» de vivir una existencia a la medida de las imposiciones del adulto, pero extraviado en los laberintos de una identidad prestada.

Lo que menos se puede esperar de un adolescente es que sea sumiso, obediente y consecuente con las demandas que el mundo del adulto le impone, digamos que esto, va contra su naturaleza. Para construir su propia identidad tiene que decirle NO al adulto, oponerse a él, desafiar su autoridad, seguir otros rumbos distintos a los que le tiene trazados, y esto a veces sin detenerse a pensar sobre la racionalidad o pertinencia de las demandas del adulto.

Si el adulto piensa que esta actitud es algo personal, dirigido hacia él, como producto de un capricho irracional, seguramente le hará pasar un mal rato al adolescente en venganza de los agravios padecidos. En cambio, si piensa que su forma de actuar es consecuencia de este proceso de ajuste típico de todos los jóvenes, tal vez responda de manera distinta, ejerciendo autoridad, sí, pero sin violencia, como una operación necesaria para estructurar la subjetividad del adolescente, que como todo ser humano, tendrá que ceñirse a una ley, que está más allá de la voluntad personal de los implicados. Una ley fundamental que rige el campo de las relaciones humanas, como un ejercicio de la función paterna como una metáfora que crea y renueva pactos desde lo simbólico.

Las pretensiones del adolescente de transformar el mundo y construir una sociedad mejor, se estrellan contra una sociedad adulta caracterizada por la incongruencia, hipocresía, falsedades, corrupción y renuncia a los ideales y valores que alguna vez sostuvieron. Por eso el adolescente reta al adulto, y hace un ajuste de cuentas con las figuras más cercanas, posición que incomoda a sus mayores, pues se ven confrontados con una verdad sobre ellos mismos que no quieren asumir.

Para un adulto conformista, ya sea un padre, un maestro, un directivo, etc., sometido a los otros, que vive sus días de forma acartonada y rutinaria sin pena ni gloria, que no emprende nuevos proyectos, que no protesta de nada para no ser perturbado ni removido de sus pequeños privilegios, y que ha hecho de la mediocridad su destino, no le va a gustar nada verse cuestionado por la actitud fresca, rebelde, impugnadora del adolescente.

Los adultos también tienen que aprender a enfrentar y resolver su propia ambivalencia y resistencias a aceptar el proceso por el que atraviesan los jóvenes. Esto lo lograrán de mejor manera si en lugar de conducir su relación al enfrentamiento radical, se esfuerzan por identificarse con la fuerza vital, transformadora y revolucionaria que emana de los jóvenes.

La adolescencia es esencialmente cambio, desprendimiento de lo que se fue (en el sentido de haber sido y de haberse ido) y muchas interrogantes sobre lo que se llegará a ser. El adolescente anda en una búsqueda frenética de los ingredientes que le permitirán darle forma a su propio adulto, apoyándose en las relaciones que establece con sus padres, maestros y otros adultos significativos para él, a través de mecanismos identificatorios, de tal manera que las enseñanzas, prohibiciones, ideales, que proceden de los adultos, pasarán – previa inspección rigurosa- a formar parte de sus inventarios personales.

Es necesario ver a los jóvenes como sujetos en transición que aún no han abandonado del todo la condición de niños. Están intentando acomodarse a las nuevas demandas que se ciernen sobre ellos, propias de la condición de adultos, sobre la que conocen muy poco.

Los conflictos que resultan entre la dependencia que significa ser niños y la autonomía propia del adulto, se expresan en actitudes que llegan a perturbar a los mayores, pues atentan contra el orden, la disciplina, la calma y la quietud que son el sello distintivo del mundo de los adultos y que a veces con violencia les intentamos imponer a los jóvenes.

Ellos por supuesto no se dejan, se resisten y montan sus propias trincheras para hacer frente a eso que viven como ajeno, como algo impuesto desde fuera, que viola su intimidad y atenta contra una forma de ser, que les convence más que lo que el mundo adulto les ofrece, y analizándolo con calma, creo que no les falta razón.

Los adolescentes saben que necesitan de los adultos, y reconocerlo les produce coraje, pero se lo aguantan; incluso fingen, siguen la corriente, adulan, mienten, para conseguir dinero y recursos y para evitar castigos, regañadas, rollos interminables, lecciones de moral que sienten como homenajes que el vicio le rinde a la virtud. Cuando el adulto utiliza el poder del dinero para someterlos, lo que produce es más distancia y resentimiento entre su generación y la del adolescente que pretende formar.

Las exigencias de los adultos a veces los confunden, y los llevan a apartarse en su mundo interior, aislarse de los demás para reencontrarse con su pasado y desde ahí enfrentar al futuro. Si el adolescente tiene que resolver un duelo por la pérdida del niño que fue, el adulto también tiene que desprenderse del niño que tuvieron y evolucionar hacia una relación con el hijo adulto. Este proceso conlleva dificultades, pues implica aceptar su envejecimiento y abandonar la idealización de que era objeto.

De ser un ídolo pasará a ser odiado y amado de manera ambivalente, administrándosele, casi permanentemente, buenas dosis de crítica, burla y sarcasmo, que muchas veces no son fácilmente tolerables, y que pueden desembocar en conflictos terribles.

Un síntoma de este desencuentro, suele ser el otorgar una libertad sin límites que más bien huele a abandono. La libertad es necesaria, sí, pero con límites, cuidados, cautela, observación, contacto afectivo permanente, diálogo auténtico, una escucha generosa ausente de descalificaciones y juicios sumarios, pero sobre todo con un estricto respeto a su persona.

Es por ello importante, no confundirse, es estar ahí en el preciso momento, es saber aceptar, es saber escuchar, es saber negociar, es saber soltar sin abandonar.